Poeta Noel Rivas Bravo
En la literatura nicaragüense no son pocas las ciudades del mundo que han merecido la admiración de nuestros poetas y escritores. Entre las que gozan de especial celebridad, sólo en lo que se refiere a Rubén Darío, cabe recordar en medio de la inmensa geografía literaria de nuestro poeta: Santiago de Chile, Buenos Aires, Madrid y París, por mencionar las más famosas y las que le inspiraron poemas, páginas y artículos memorables.
Pero también es oportuno recordar aquí, con brevedad, en la obra de otros escritores nicaragüenses, la Troya, ciudad que pereció por el amor y donde no hubo un día a otro igual, de Quico Fernández; la Brujas de Flandes, serena y santa, del padre Azarías Pallais; Los Ángeles de Carlos Martínez Rivas, que debajo de su apariencia paradisíaca oculta el miedo y el pavor que se vive a todas horas del día y de la noche; San Francisco de California de José Coronel Urtecho, ciudad bulliciosa, alegre y variada, con sus bellas muchachas inolvidables, pero donde el poeta siempre estuvo sólo entre la hirviente multitud.
Innumerable sería acaso la evocación de toda la escenografía ciudadana de nuestros creadores literarios. Porque no olvidemos que la condición errante, viajera y exiliada de nuestra tribu, es la que le ha abierto a las letras nicaragüenses las puertas de la universalidad. Sin Francia no hubiéramos tenido a Rubén Darío y Luis Alberto Cabrales; sin Roma y Grecia a Salomón de la Selva; sin Norteamérica a José Coronel Urtecho ni a Ernesto Cardenal; sin España y Méjico a Pablo Antonio Cuadra, Mejía Sánchez y Zepeda Henríquez. ¿No fue acaso el nicaragüense Rubén Darío quien escribió El canto errante del poeta errante que va por el mundo meditabundo en blanca paz y en roja guerra?
Es cierto que todas la ciudades son literarias, porque la vida del hombre bajo todos los climas y en todas las latitudes es digna del canto y porque la belleza está en todas partes. “Dios mío que no haya tanta belleza”- rogaba el escritor judeocristiano Rafael Cansinos Asséns, abrumado tal vez ante la incapacidad de vivir en estado de gracia poética durante las veinticuantro horas del día. Pero también es cierto que no todas las ciudades del mundo han inspirado grandes obras literarias ni han llegado a merecer las páginas de la historia de la literatura. A éstas, les ha hecho falta el poeta o el novelista que las inmortalice. Porque, tradicionalmente, el poeta y el novelista guardan la memoria del pueblo y, en consecuencia, son los testigos de la vida de una ciudad. Allí está el París de Marcel Proust, aristocrático, artístico, “snob” y decadente, preñado de salones, teatros, jardines, lujosos restaurantes y lugares de encuentro de unos personajes de frágil y rara consistencia; allí está la Praga sutil y evanescente de Franz Kafka con sus sonidos callejeros, voces furtivas y gotas de lluvia sobre las planchas de cinc; allí está la Dublín de James Joyce, ciudad absoluta, metrópoli desgarrada y trepidante, tentacular y caótica, donde el lenguaje es instrumento de confusión y reencuentro; allí está la Roma de Alberto Moravia donde se descubren las pasiones vanas y ambiciones mezquinas de los hombres y donde se combinan el ambiente sórdido de posguerra con la vitalidad y el optimismo; allí está la Viena de Robert Musil con su angustiosa vivencia de la pubertad y el existir de una burguesía que, tras fachadas de honradez, oculta siniestras cámaras secretas; allí está la Lisboa de Pessoa, ciudad triste y alegre, de pequeños comercios y rincones anónimos, donde paradójicamente nuestro poeta se siente extranjero, como se sintió siempre en todas partes; allí está La Habana arquitéctonica de Alejo Carpentier, ciudad donde las columnas, los edificios coloniales, las plazas soleadas, los teatros y el Malecón adquieren notable relevancia por sí mismos y por la incidencia que tienen en la vida de los personajes; allí está el Buenos Aires de Borges, tiempo, espacio y personajes míticos, que, independientemente de donde esté su cuerpo físico, en Inglaterra, en la India o en Alemania, resurge en medio de sus sueños fantásticos y laberínticos.
Pero también la Granada de Nicaragua ha merecido el canto de sus poetas y las hermosas páginas de sus escritores. No se trata, por supuesto, de la ciudad moderna, descomunal, auténtica jungla de asfalto, llena de ruidos de fondo y locuras sin fondo, que nada tiene que envidiar a las selvas primitivas. Se trata, como bien nos lo ha hecho ver Jorge Eduardo Arellano en uno de los títulos de sus libros, de una Aldea Señorial. Y que conste, que cuando Arellano utiliza el adjetivo Señorial, no se refiere tanto al talento y talante de sus familias principales, como a su armónica arquitectura y privilegiada topografía así como al carácter y estilo de vida de sus habitantes, más allá de las limitaciones, estrecheces y mezquindades propias de una sociedad pequeña.
Miquel Dalmau sostiene que las ciudades literarias llegan a serlo por una rara confluencia de ciertos factores: primero, la presencia de grandes emociones como el amor, el odio o la amistad; segundo, por acontecimientos colectivos de envergadura, es decir, la guerra, el asedio, la traición y las muertes heroicas; tercero, por las experiencias individuales como la belleza, la vejez, la aventura o la religión, y por último, por la memoria del poeta o el novelista que transforman este maremagnum en un todo inmortal. Demás me parece decir que de ninguna de estas características carece nuestra querida Granada, ciudad dotada de personalidad propia e intransferible, por la Naturaleza, la Historia y el Arte. Un simple repaso a su existencia nos daría ejemplos suficientes para ilustrar estas verdades. No soy historiador y, por lo tanto, no voy a detenerme ahora a realizar aquí un repaso de las grandes vicisitudes y experiencias que los granadinos hemos vivido a través de 475 años y, por qué no decirlo, desde mucho antes, cuando nuestros antepasados indígenas, chorotegas y nagrandanos, llegaron perseguidos y exiliados a esta tierra. Pero desde el asombro de Gil González Dávila cuando vio a su caballo beber agua en un mar de agua dulce, pasando por los primeros movimientos independentistas, que condujeron a sus próceres a la muerte, las cárceles y el destierro, sin olvidar los asedios y asaltos de los corsarios y piratas hasta llegar a la Guerra Nacional y el incendio y destrucción de la ciudad, alegría y dolor, amor y odio, épica y lírica, se mezclan por iguales partes en el decurso de nuestra historia.
Yo, en estas páginas, quiero apenas hacer un breve repaso, un breve comentario, de los poemas de nuestros poetas cuyos temas están estrechamente ligados a presentarnos una imagen bella y emotiva de nuestra ciudad. Como es obvio, la nómina no es exhaustiva, pero sí creo que esencial o por lo menos representativa.
Como se sabe Granada, en sus comienzos, fue un tema histórico más que propiamente literario a causa de su singularísima y estratégica situación geográfica y a su abundante riqueza natural. No es necesario recordar aquí los innumerables testimonios de los primeros Cronistas de Indias que lo confirman, bástenos por ahora reproducir un fragmento de la carta que escribió el Padre Las Casas a un personaje de la Corte española[1]: “Sepa, Señor,- decía el apasionado Protector de los Indios – que aquí está una laguna con ciento y tantas lenguas. Créese que va a parar al mar del Norte (y si es así, como yo no dudo, es la más admirable del mundo, y las más provechosa para la carga y descarga desde ese mar del Sur, y que por ella pueden venir de la Española cuantos quisiesen por lo sano y harto hermoso de la tierra”. Casi en los mismos términos se expresaba Lope de Vega años después en su alusión poética a la ciudad de Granada. En sus versos, reproducidos en elcanto II, de La Dragontea,(1598), se anuncia ya el privilegio que tendrá para el viajero de todos las épocas la visita a nuestra ciudad, su condición de puente entre dos mundos, su principalía entre las ciudades nicaragüenses y la maravilla de su inmenso lago, que convertido en tópico literario desde entonces configurará un espacio mítico y legendario en el desarrollo de nuestra literatura. Oigamos los endecasílabos del Fénix de los Ingenios:
Las islas y el Manglar me ofrecen paso
a la Buenaventura y puerto Belo
por boca del Chagre, donde acaso
pisé una vez el arenoso suelo.
Mas si el escudo de Veraguas paso
veré a Granada, con fervor del cielo,
cabeza principal de Nicaragua
por la laguna que recoge el agua.
En la poesía nicaragüense del periodo colonial y primeros años de vida independiente nos encontramos con algunos textos poéticos que se refieren a Granada. Dejo a un lado por ahora al desconocido primer cantor de la ciudad que celebró en versos italianos la prodigalidad de la tierra, y me detengo en las composiciones poéticas de Pedro Ximena y Desiderio de la Quadra. En décimas tradicionales de corte castellano los temas que se revelan en ellas, más que describir una experiencia íntima y subjetiva, manifiestan la fidelidad de la ciudad al Rey Carlos IV, (“quitando con brevedad/ la corona que poseo/ y la doy con el deseo a mi Carlos generoso/ pues, más que a mí, crece el gozo/ cuando en sus sienes la veo”) y trazan, con ironía, un perfil de la personalidad del granadino, que aún perdura, (“todo soberbia y grandeza /pero en llegando a la mesa/ es queso y platano asado”) y denuncian los crímenes y ejecuciones del Jefe de Estado Juan Argüello (“El rey Herodes Argüello/ mandó a pasar a degüello/ a una porción desgraciada/ de ciudadanos que en nada/ ofendían a la ley”). Me interesa destacar aquí, más que la dimensión política de los textos, el uso en las décimas de Pedro Ximena de un recurso literario, del cual me ocuparé más adelante, y que será constante en la tradición de los poemas dedicados a Granada: la personificación, es decir, la capacidad que tiene el poeta de atribuirle a la ciudad las cualidades de un ser humano.
Quizá sea Juan Iribarren el primer poeta local con un cierto sentido de su oficio creador. Cultivador no tan afortunado de varios géneros poéticos, su actitud ante la ocupación de Granada por los filibusteros de Willian Walker nos hacen recordar los aires y los compromisos que agitaron a los poetas romáticos por la causa de la libertad. En el poema “Al arma granadinos”, verdadera arenga patriótica, el yo épico de Iribarren no sólo exalta el valor y el heroísmo de los patriotas granadinos sino que poseído de una visión profética augura una permanencia y un porvenir floreciente para nuestra ciudad:
De cenizas cubierta y de ruinas
quedará la invencible Granada,
pero nunca será despojada
de su noble corona triunfal.
Y entre el humo, la sangre y la muerte,
se alzará majestuosa, radiante,
como el iris que sale triunfante
de las horridas nieblas del mar.
Conviene recordar asimismo que debemos al poeta Irribarren la consagración en la literatura nicaragüense de la Torre de la Iglesia de la Merced como uno los símbolos preclaros de nuestra ciudad. En el poema titulado precisamente “A la Torre de la Merced” se erige este monumento como un símbolo de la resistencia del pueblo de Granada contra la intervención americana:
Oh Torre, oh gran baluarte
del pueblo granadino!
¡Tu cúpula levantas
al cielo zafirino…
El vándalo no puede
mirarte sin temblar.
En cambio, en el poema “Las islas del gran lago” el modernista Roman Mayorga Rivas, distanciado del tiempo y de los problemas políticos, nos entrega una visión idílica y paradisíaca de la naturaleza tropical enraízada en la famosa tradición literaria grecolatina del Beatus ille de Horacio. Se trata de la recreación del denominado “paraje ameno” o locus amoenus, tópico literario que constituye, según E. R. Curtius, el motivo central de todas las descripciones de la naturaleza, desde los tiempos del Imperio romano hasta el siglo XVI. Y es así cómo el yo lírico de Mayorga Rivas nos describe en tercetos monorrimos un mundo edénico, lugar delicioso, fértil, y placentero, poblado del canto armonioso de “aves multicolores”, del suave murmullo del “agua callada”, de la palmera galana y del fruto próvido y ufano del banano.
Salomón de la Selva, una de las grandes figuras de la poesía nicaragüense, confiesa que fue en nuestra ciudad donde vio nacer y florecer su vocación poética. “Allí, cuando era niño comencé a cantar” escribió en el soneto titulado “En Granada”compuesto en espléndidos versos alejandrinos. Como puede puede observarse en este texto nos encontramos con una verdadera evocación de la infancia, donde la ciudad aparece no sólo como un escenario casi primitivo, por no decir primitivista, con “un Gran Lago revuelto como el mar/ y poblaciones de indios y un volcán y una sierra/”, sino también con un espacio mítico, sagrado, donde las primeras experiencias amorosas y literarias del poeta no eran ajenas a la ilusión, al dolor y a la melancolía. Oigamos la última estrofa:
Entonces fui poeta. Los libros y la vida,
la palabra y los hechos, junté en mi corazón,
y la novia- la novia real o presentida-
era viña niña y Granada era Sión.
En los poemas que hasta ahora he venido comentando la identificación del poeta con la ciudad de Granada es total. No existe ningún antagonismo, ninguna contradicción, entre su yo íntimo y el mundo representado, ya sea éste el de los habitantes que lo pueblan o el del paisaje natural en que está inmerso. Será el Movimiento de Vanguardia, el Movimiento literario y cultural más importante de las letras nicaragüenses, el que rompa con la unidad de esta visión y configure una nueva “mirada”, que pudiéramos llamar “moderna”, y que tendrá notable influencia, como veremos más adelante, en los poetas de la siguiente promoción. En efecto, en sus inicios los vanguadistas partieron de una crítica radical del ambiente cultural de la ciudad en las décadas de los años veinte y treinta. Granada era “un desierto, una desolación total” recordaba Coronel Urtecho, tiempos después. Quizá la expresión “deprimente mediocridad” sea más o menos la adecuada para caracterizar la vida intelectual de la Granada de aquellos días. Por lo menos es la expresión usada por Pablo Antonio Cuadra cuando decía en uno de sus ensayos memoriosos que “Para agitar a la oronda burguesía de Granada, para construir un ambiente nuevo y culto, para combatir la deprimente mediocridad (el subrayado es nuestro) de ciertos círculos monopolizadores de la literatura, nuestra actividad poética estaba condimentada con alegres críticas…”. Y el mismo Coronel Urtecho explicaba con mayor énfasis que la reacción de los vanguardistas “Era sobre todo contra la mediocridad reinante en la ciudad, contra la mediocridad en que se fundaba y quería fundarse la sociedad granadina”. Esta actitud crítica va encontrar su cauce en el discurso poético de la época presentándonos una visión conflictiva entre una Granada real, que sería la del presente inmediato y decadente y otra irreal (imaginaria, simbólica, alegórica), que sería la del pasado grandioso o el futuro prometedor.
Los vanguardistas y la torre de La Merced
Antes he dicho que la Torre de la Merced se erigió en la poesía de Irribarren como un símbolo de la resistencia de las huestes granadinas contra el invasor norteamericano; pues bien, con los vanguardistas, la Torre de la Merced, lugar de reunión del grupo, se reflejará con un nuevo sentido simbólico, esta vez como una verdadera Torre de Márfil, o, mejor aún, como una atalaya privilegiada para mirar la ciudad desde arriba, es decir, desde la altura, que es de donde mejor se visualiza el mundo. Es oportuno traer aquí el testimonio de Pablo Antonio Cuadra, que ilustra a la perfección lo que venimos diciendo: “Después del almuerzo, aprovechando la sombra y las brisas de la dulce siesta tropical y lacustre, subíamos a su campanario con libros y con papeles de poemas recién terminados, o con cuadernos en blanco para colaborar con algún trabajo de polémica o de crítica, y tras los interminable escalones sombríos nos alegrábamos los ojos con la visión blanquísima y silenciosa del mediodía granadino, con su lago enorme, poblado de velas y de islas, y su manso volcán Mombacho, echado al pie de la ciudad como león custodio de sus sueños. En esta torre comenzó nuestro jubiloso descubrimiento de la poesía y de Nicaragua, para que se cumpliera la palabra del poeta: “Torres de Dios, Poetas,/pararrayos celestes”.
Así, pues, no es de extrañarse que en la “Oda a la Torre de la Merced” Coronel Urtecho se valga de esta perspectiva, casi aérea, para contraponer metafóricamente el mundo de arriba, con el mundo de abajo, el mundo superior con el mundo inferior. La Torre aparece personificada como una matrona, consciente del tiempo que pasa, de alto pensamiento, que mira hacia abajo a ras de suelo la ciudad postrada, decadente, muerta, que se divierte, satisfecha de lo poco que tiene y haciendo burla de los valores fundamentales
qué aires de matrona
los que te das con tu reloj de pecho
y tu moña
alta
sobre la envidia de las casas
bajas chatas
en cuatro patas…
Qué alto tu pensamiento sobre Granada
que acostada en el suelo se divierte
con su tren de juguete y su vapor de pito
y su parque Colón pequeño como un disco.
Granada
vestida a cuadros
con arterias de campo
verdes
cultivando
su pequeña hortaliza de la muerte.
Más, tú, erguida
profesora de fuerza y de constancia
con tu nostalgia de gracia
con tus escapularios y medallas
bajo tu parasol de mediodía
Presidenta de las hijas de María…
Esta dualidad entre una Granada real y otra ideal se transparenta asimismo en el “Cantar de Granada y el mar” de Pablo Antonio Cuadra, el poeta que más ha contribuido a universalizar con su obra la cultura nacional. Este poema se desarrolla en dos tiempos históricos, el presente y el pasado: La Granada que desde las “Altas torres divisaban/ piratas y marineros/” se refiere indudablemente a la Granada del siglo XVIII, la ciudad colonial, conectaba como puerto de mar con el mundo, cimiento de nuestra identidad, crisol de nuestra cultura y llena de esplendor. En contraposición con ésta, el poeta nos presenta la otra Granada del presente, con su reducido espacio, aislada, pobre y estancada, porque en el “hoy sólo cantan y cruzan/ tus islas lentos remeros”. De ahí el doble sentimiento de añoranza y tragedia que impregnan los octosílabos del poeta:
Circulan dulces nostalgias
entre tus calles torcidas.
Muchachas de trenza negras
sueñan con velas henchidas.
Pablo Antonio y las dos visiones antagónicas de la ciudad
Sin embargo, esta doble visión de la ciudad no es tan desesperanzadora como puede observarse a simple vista. Esa “Granada: ¡grande y sin nada”, “la de la mano cortada/ que llora en río San Juan” es también la del “corazón abierto”, la que “sueña con velas henchidas”, es decir, la hospitalaria, la que espera que vuelvan los tiempos idos, la que confía en el porvenir.
No es este, por supuesto, el único poema de Pablo Antonio donde se contraponen las dos visiones antagónicas de la ciudad. En realidad, se trata de un leimotiv o motivo recurrente que atraviesa toda su obra. Como un ejemplo más, entre otros muchos, recordemos el soneto “Granada, mi Granada”, que merecería un estudio intertextual con el dedicado a Roma de Quevedo. En el texto, el yo lírico del poeta ve la ciudad real, concreta, percibida por los sentidos, como una simple apariencia, como una realidad de segundo orden, según el sentido platónico, pero que oculta la ciudad verdadera, esencial, arquetípica, que es la imaginada, la añorada, la que guarda intacta la memoria y se construye con la esperanza. Oigamos el texto completo:
Granadino: si buscas a Granada
en Granada, verás que la ciudad
te oculta la ciudad y no es verdad
lo que ves. Tu ciudad imaginada
existe en tu recuerdo y en tu edad,
pero tu recuerdo es olvido, es nada
y el Lago lava a diario la soñada
historia que a diario inventa la ciudad.
Granada es la presencia de su ausencia
Granada la construye tu esperanza
y lo que ves es sólo tu deseo.
Por eso su belleza, según creo,
Desconcierta al tiempo con su ausencia
pues nunca es realidad sino añoranza.
El mismo Pablo Antonio nos da la clave de la interpretación de su poema cuando nos dice que Granada “es solamente el saldo o la suma final de cuatro o cinco intentos de destino que se frustraron o se vieron destruidos por una incesante fuerza hostil y dramática. Cada uno de esos destinos fue paralelo a un proyecto de ciudad y Granada es la suma final de lo quedó en pie de esas ciudades soñadas”.
No sé hasta qué punto esta interpretación de la ciudad está ligada a la influencia de la formación jusuítica de Pablo Antonio y Coronel Urtecho, pero sí es cierto que el Padre Ángel Martínez, uno de sus maestros más queridos y admirados, nos ofrece también esa mirada decadente de la ciudad a causa precisamente de haber perdido su condición de puerto. Así lo podemos apreciar en su “Romance de la mañana en la noche”, que mucha semejanza tiene en su contenido con el “Cantar de Granada y el mar” de Pablo Antonio. El mismo título del poema enuncia ya, metafóricamente, la contradicción entre la luz y la oscuridad, los dos polos en que se orienta la ciudad. Para el poeta Ángel Martínez Granada es la que se está muriendo, la desgranada, la triste, la sombra de un sueño, la que ha perdido su sol, porque le ha vuelto la espalda al lago, pero también es la ciudad que hay que resucitar, la que se abre como rosa de esperanza y a la que todavía le queda la luz del mañana.
Cuando hacia el lago mirabas
soñando con el mar cercano,
te daba el sol en la cara;
cuando por mirar a tierra
vuelves al lago la espalda,
se pone en la tierra el sol
y en tí la noche, Granada.
La Granada apocalíptica y la Granada mítica
Esta mirada conflictiva y contradictoria de la ciudad inspirará dos imágenes poéticas en los poetas sucesores de la Vaguardia. La primera se acercará a una visión que pudiéramos denominar apocalíptica, mientras que la segunda perfilará un espacio idealizado y mítico. Así Ernesto Cardenal en su poema “La ciudad deshabitada”, que recuerda el estilo de Neruda de Residencia en la tierra, el desencanto llegará a límites extremos. Granada aparece como una ciudad derrotada de la que para salvarse es necesario abandonarla:
“Sitiada por el polvo, por el tiempo que lentamente invade en la (piedra,
una ciudad derrotada de la que es necesario salir.
No es el caso de Eduardo Zepeda Henríquez, en cuya obra Granada aparece como un leimotiv que nutre la esencia de su poesía. En su poema “Amarás a tu ciudad como a ti mismo”, la identificación del poeta con la ciudad es total. “Haz, Señor, que la sueñe por siempre” ruega el poeta conmovido. Y la misma estructura del texto, una auténtica plegaria, sugiere una visión de rodillas ante el espacio urbano que se recrea desde una evocación nostálgica de la niñez, la infancia y la primerísima juventud. Y aunque la Granada de Zepeda corresponde a sus íntimas experiencias vitales, no deja, sin embargo, de introducir una dolorosa interrogación sobre el trágico destino de la ciudad.
¿Qué franco tirador le dio en lo vivo
o qué rayo de sombra le dejó viuda de su lago de muerte y belleza?
La Sultana del Gran Lago
He dejado para finalizar, el examen de una imagen recurrente sobre la ciudad en casi todas las composiciones que he venido comentado. Me refiero a la imagen que equipara la ciudad con una niña, con una novia o con una mujer. Esta imagen de inspiración morisca, tal como la hayamos en el muy conocido romance de Abenámar y el Rey Don Juan II, aparece en la misma denominación de Granada, como La sultana del Gran Lago. Es, pues, natural que los poetas se hayan dejado seducir con mucho de físico anhelo, de sensual atracción. Zepeda Henríquez la llama “madona con sexo de niña”, “madona niña mía con desnudez de maniquí”, para Salomón de la Selva es “la novia real o presentida”, pero es en el poema prólogo de Enrique Fernández a su obra El milagro de Granada donde la ciudad aparece personificada como una niña, que, mediante un monólogo, hace un repaso de su historia desde un hoy hasta una pasado remoto.
Soy la novia del agua …
Me llamaron la rica -hembra,
para los indios fui cuna del sueño,
para los españoles “La Sultana”…
En otros versos más adelante se describe a sí misma, metafóricamente, tendida sobre un lecho majestuoso, mimada y acariciada por el volcán y el lago, símbolos de la masculinidad enamorada:
Recostada entre sirenas de amatista,
tengo un volcan de almohada
y un Mar Dulce me arrulla con su canto
y mis cabellos baña.
Armonía y sencillez, frutal, olorosa y sensual, caracterizan la ciudad-cuerpo:
En mis muslos revientan los limones
en mi seno los higos se desgajan
los azahares cunden en mi frente
los malinches desangran mis espaldas.
El poema continúa con una evocación del pasado épico y legendario y la ciudad- mujer se convierte en la ciudad madre, en la ciudad maestra, que enseña lecciones a sus fieles y heroicos hijos. Y se termina con una afirmación de su firmeza, vitalidad y trascendencia
Pero aún vivo, y bulle altiva sangre
en mis recias entrañas.
Los siglos han de dar sobre mi vida
su última palabra.
En suma, Granada es la ciudad amada y admirada de nuestros poetas y escritores, quienes en sus versos han sabido celebrar su historia, su paisaje, la vida de sus habitantes, lo que tiene de grandeza y belleza, dulce o trágica, pero sobre todo, han sabido ver que la verdadera identidad del ser humano sólo se alcanza cuando su canto es fiel a las raíces de la propia tierra que le vio nacer.