Arte y Cultura
Granada, Nicaragua
Por Augusto Cermeño
Gioconda Belli, recoge en este poema, una de las más hermosas muestras del milagro de la creación, la relación de dos seres humanos: uno que lleva por meses la carga bendita, la divina criatura de Dios y el otro: esa preciosa criatura del creador del universo.
Resulta una especie de testimonio de algo único, que trae consigo el dolor y el amor juntos, algo que tan meticulosamente describe la poeta Belli y deja en todo ser humano que la escuchó, ese sentimiento especial, de ser uno y otro a la vez. A continuación el poema:
El recuerdo, en la noche de Managua
La brisa moviendo las hojas de los mangos,
Las paredes verdes del hospital;
El doctor Abaunza sentado en una mecedora,
Con su impecable bata blanca almidonada y sus gruesos bigotes.
Me bastaba verle las manos para sentirme segura.
Yo en la cama, oyendo las voces de tus abuelos, a lo lejos, desde el mundo donde solo existíamos tu cuerpo, mi cuerpo y las leyes de la creación, separándonos.
19 años tenía tu madre, tan jovencita, dijo la enfermera;
Mientras yo me sentía antigua,
No hay momento de más sabiduría que el parto, el rito milenario de la especie, hace una a todas las mujeres.
Cada uno de mis músculos sabía su oficio.
Sordamente hacía su labor, los huesos, se habrían los pasajes. Cada dolor partía la carne y era soportable tan solo por la promesa final: el rostro pequeño, al otro lado del túnel; el abrazo, al final de la carrera.
Fueron doce horas de arduo trabajo: mi cuerpo empujándote hacia el mundo, tu cabeza, abriéndose paso hacia la madrugada.
Eran las dos de la mañana cuando me pasaron a la camilla, a través de corredores oscuros, láminas cuadradas en el techo, luces de neón pálidas, entramos a la sala de operaciones.
Por fin, la bendita anestesia.
Ya sin dolor, tuve que contener la risa. El ayudante del médico, bajito, subió un par de gradas, me apretaba la barriga: empuja, empuja, ya viene, ya viene, hasta que llegaste;
hasta que a distancia, te vi, cabeza abajo, cubierto de sebo y sangre, llorando.
¡Es una niña!, dijo el doctor Abaunza. Afuera, sobre el marco de la puerta de la Sala de Operaciones, en el Hospital Bautista, encendían una luz, para anunciar al padre y la familia, el sexo del recién nacido.
Pensé en la luz roja iluminándose. Hace mucho de aquello.
Pero la memoria me devuelve, minuciosa, cada detalle.
Te tuve en mis brazos, tanto tiempo. Y tu cabeza, aún blanda, tomó la forma de mi brazo.
Me espanté y lloré, creyendo haberte hecho daño. Todavía me pasa. Todavía me espanta y lloro, cuando pienso que te he causado dolor.
El parto, apenas comienza, cuando se nace.
Todavía, y quizás para siempre, estaremos pariéndonos a empujones; viajando por la vida, por la nostalgia de habernos serado. Amando la cueva oscura. El silencio fluye en lo amniótico, en la más íntima cercanía; pero también la luz, el aire, la existencia distinta, de la una y la otra. El misterio de la vida nos acerca y nos aleja.
Pero el amor es más grande que todas las contradicciones.