Monitoreo Internacional
POR GINA MONTANER
09 de diciembre de 2018 02:00 PM
Actualizado 6 horas 24 minutos
Es una desagradable conversación que tengo recurrentemente con mis dos hijas adultas: llamarlas para advertirles de los peligros que pueden correr cuando viajan a lugares apartados. Nuevamente lo hice a raíz de la reciente desaparición en Costa Rica de la mujer venezolano-americana Carla Stefaniak.
El día que familiares y amigos de la joven alertaron de que no habían tenido noticias de ella, tuve la corazonada de que esta chica independiente y de espíritu viajero había muerto a manos de un hombre desalmado. Otro caso de violencia de género en un país que vende la imagen de ser un destino seguro cuando, tal y como sucede en gran parte de Centroamérica, los crímenes contra las mujeres preocupan a la población.
Sin ir más lejos, en agosto otras dos extranjeras, una mexicana y una española, fueron asesinadas en zonas turísticas. Una de ellas, la madrileña Arantxa Gutiérrez, fue violada antes de que le quitaran la vida. Colectivos de mujeres costarricenses se manifestaron exigiendo mayor acción de las autoridades.
El propio ministro de Comunicación del gobierno costarricense ha lamentado los casos de feminicidios en una nación que presume de no tener ejército y ser la más pacífica de la región. Para ser justos, el horror que sufrió Carla Stefaniak, de quien las autoridades ya han dicho que el móvil del crimen apunta a un asalto sexual perpetrado en la villa donde se hospedada, pudo haber sucedido en cualquier otro paraje exótico o incluso en las ciudades donde cada día tantas mujeres enfrentan algún tipo de acoso o episodio violento por parte de tipos machistas que las menosprecian y cosifican.
Lo más lamentable es que ese machismo que hace de la mujer un objeto desechable es un mal que también trasmiten ellas. El día de la desaparición de Carla Stefaniak no fueron pocas las expresiones desdeñosas de mujeres que, al ver sus fotos en las redes sociales, aseveraban festinadamente que la turista debía estar viviendo un tórrido encuentro y que aparecería de un momento a otro.
Pero, ¿de dónde podían provenir semejantes opiniones sin conocer a una muchacha cuyas amistades la retrataban como entrañable y siempre conectada a sus seres queridos?
El subtexto de los comentarios condescendientes obedece a los prejuicios que afloran por la imagen de una mujer con ropa ligera, en bikini o en una pose divertida y sugerente. Y la implicación de tales observaciones es atroz: una mujer que de un modo u otro exhibe su atractivo está tentando el peligro y en consecuencia se merece cualquier cosa mala que le suceda. Es un pensamiento perverso que entronca con la tradicional misoginia del refranero, plagado de dichos como, “Cuando llegues a tu casa, pégale a tu mujer, tú no sabes por qué, pero ella sí”.
¿Por qué habría de extrañarnos la cotidianidad de la violencia de género si en ocasiones las mujeres son cómplices de atavismos que se perpetúan por medio de las enseñanzas y valores que se trasmiten a los hijos? Antes de que se confirmara lo que a todas luces apuntaba a un crimen horrible, ya lapidaban a una mujer autónoma y jovial como Carla Stefaniak. Su pecado, al parecer, era tener arrojo y aventurarse con desenfado a conocer otras culturas y otras gentes.
A raíz de los crímenes que se han cometido injustamente en Estados Unidos contra jóvenes afroamericanos sólo por su raza, el columnista Charles Blow llegó a preguntarse cómo ha de caminar y comportarse públicamente un muchacho negro para evitar ser baleado en las calles. Bien, lo mismo han de preguntarse las mujeres (que son otra minoría) para escapar de quienes ven en ellas un mero objeto de usar y tirar a su antojo, con una sociedad dispuesta a condenarlas de antemano por sus ademanes o su vestimenta.
Mis hijas, que son tan independientes y viajeras como lo era Carla Stefaniak, podrían ser las próximas víctimas de violencia de género en falsos paraísos. Pretender vivir con el sentimiento de libertad del que siempre han gozado los hombres se sigue pagando caro.